MAD RANTINGS ON ESTHETICS AND THE BOARDER
!Ridículo! Piensa uno para su interior. Es tan barato que no sería difícil que en un arranque de consumismo pueril llegase a comprarlo. Sin embargo, de repente, recuerdo que mi posición como intelectual crítico (no criticón) dentro de este mercado de baratijas que recorre lo largo de la fila para cruzar a Estados Unidos, debe siempre ser el de una cierta distancia aristocrática. Inmóvil, la cándida vaca de yeso sonríe perversamente a través de un par de lentes obscuros mientras atrevidamente descubre sus ubres que, se supone, escondía bajo una gabardina. ¿Es esto arte?
¡Que kitch! Balbuceo en voz baja. La mera palabra, puesta de moda durante los 60’s me remite a cuadros de Elvis Presley sobre tela de terciopelo o un Cadillac rosa con cuernos de toro en el cofre. ¿Por qué la gente compra estos esperpentos? ¿Habrá gente que tenga un par de dobermans tiesos y despostillados a cada lado de la puerta de entrada a su casa? ¿Le dirán con orgullo a los curiosos que pregunten por ellos “Oh yhea I bought those babies that time Betty and I where down in tia-juana, right after the burro trip”? A la conclusion que llego sin pensarle mucho es que estos objetos no son comprados por su valor estético intrínseco. Son símbolos, entes semióticos cuya existencia se justifica de la misma forma que una cicatriz de guerra.
Son valiosos por lo que significan. Fui a Tijuana. Mientras un tijuanense va a Orlando (via Houston cinco días y seis noches) y se trae su gorrita de Mickey mouse un gringo viene a Tijuana y se compra su alcancía “muchou mexicanou”. El mexicano que va a orlando ostenta la gorrita de su hijo con orgullo como símbolo de status. De que posee los medios para resolver las necesidades que le dictan sus expectativas de clase. Tijuana, por otro lado, no es un lugar bello, no es una cuna de la alta cultura (ni de la baja para esos efectos) ni es famosa por otra cosa que su aire marginal, sus emborrachaderías para extranjeros, sus masajes y sus curios. El gringo que llega a estados unidos con su alcancía y su camiseta de “Me vale madre”, despliega estos objetos como grotesca insignia de la decadencia de que supuestamente formó parte cuando estuvo aquí, en México.
Estos adefesios no son dignos de estima de la misma forma que un baguette azul o una rueda de bicicleta montada en un banquito de madera. A estos últimos se les concede la gracia de ser únicos, o cuando menos, no ser fabricados en serie. Por su parte, las alcancías de “Bob esponja” o de cual quiera que sea el personaje de moda en el momento que estés leyendo esto, están lejos de ser únicas. Son hechas semi-en-serie a partir de moldes. Su esencia radica en ser copias. El mero hacho de ser mercancías seriadas, copias, debería vacuarlas de cualquier pretensión de ser arte ¿O no? “…precisamente porque la serie se ha convertido en la dimensión constitutiva de la obra moderna es por lo que la autenticidad de uno de los elementos de la serie se vuelve catastrófica” (Baudrillard Crítica de la economía política del signo Pg. 111) Baudrillard entiende por serie, no el hecho de que las cosas sean fabricadas en serie, sino la concatenación de los contenidos simbólicos de la obra (o tal vez no…). No obstante, si se considera a los curios como un género en si mismo, cada obra individual adquiere las características de las que habla Baudrillard. A lo que voy es que no puede haber una alcancía tijuanense original, y por lo tanto no puede haber una copia falsificada. Todas ellas son copias que habrán de ser vendidas estrictamente por negocio.
En el mercado se encuentra el gran ecualizador de las obras artísticas. Tal vez sea imposible fijar paralelos entre un Rembrandt y una alcancía de yeso, sin embargo, como mercancías navegan el mismo campo semántico. ¡Qué tristeza que el dinero sea el común denominador entre dos obras humanas tan abismalmente distintas en ejecución y mérito! (Escribir esto puede parecer elitista y mi conciencia educada por plaza sésamo intenta chantajearme para ablandar mis ansias cagapalos, pero este par de líneas es lo único que les voy a permitir hoy.)
El mismo placer morboso que nos conduce a cantarle canciones cursis a los azulejos del baño, debe conducir a la gente a comprar estas bagatelas. Por más que los seres humanos seamos vulgares, me niego a creer que diez mil años de devenir histórico desemboquen en esto. La marcada homogeneización cultural que se vive en Tijuana es evidente en el mercado de las baratijas. El impacto que la cultura norteamericana ha tenido sobre el contenido que se explaya en estas piezas “souvenir” es ineludible. Una vez más, la superestructura económica permea y configura la cultura. La homogeneización globalizadora amenaza con borrar de tajo la originalidad restante en la creación de estas piececillas.
Aunque hay quienes se regocijan en exageraciones insípidas diciendo que en Tijuana la cultura tiene “vida propia”, que la ciudad es una “Plétora de lo nuevo y lo viejo, lo marginal y lo main-stream”, la triste verdad es que Tijuana es una ciudad fronteriza como cualquier otra. Improvisada (fea) y sin identidad. Esto en un mundo obsesionado con la identidad es cosa seria.
Aquellos que los curios son, en efecto, obras de arte, son quienes a la cos de consignas como “Anyone can play guitar” se han encargado de derrocar cualquier conexión entre el arte y la disciplina artística. El hombre masa no gusta de lo radicalmente diferente, ni del virtuosismo ajeno que pretenda emanar de una cultura sub-desarrollada.
Es en parte por esto que los curios son la medalla perfecta para un gringo enamorado de su propia cultura. La reproduce, imita y refuerza.
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